15 de octubre de 2010

Ese oscuro objeto del deseo

Salvo catástrofe eléctrica, tarde o temprano, quizá a medio plazo, pocos compraremos libros de papel. La variedad de idiomas y de géneros de los textos al alcance de una leve presión sobre el teclado, o de dos, crece de una forma exponencial y, aunque limitado aún, tiene un potencial casi de ensueño. Lo tendremos todo, o casi todo, a nuestro alcance. Será un jauja libresco o, quitándole la expresión a Vargas Llosa, una orgía perpetua. No importará si estamos en una gran capital o en el pueblo más recóndito de provincias, siempre y cuando tengamos una conexión, por endeble que sea, tendremos la oportunidad de descargarnos libros interesantes de cualquier lugar del mundo, cuyo peso digital es casi irrisorio.

El futuro de las grandes editoriales más tradicionales y de los muchos que viven de ellas directa e indirectamente se tambalea. Más grave aún es la situación para las librerías a pesar de los intentos de plataformas como Libranda. Puede que sobrevivan bastantes años más gracias a los libros escolares y a esa gran mayoría de lectores a quienes aún no les sale rentable la compra de un lector electrónico para la cantidad de libros que adquieren anualmente, aunque sólo sea para husmear por curiosidad la prosa, el estilo, el ritmo. En cuanto a los devoradores de libros, o bibliófagos como diría mi amigo Samuel, que añoran el olor a papel de un árbol caído o la incomodad de portar muchos de ellos (una forma más de hacer deporte), por no decir otras contrariedades como la imposibilidad de cambiar el tamaño y tipo de letra, no disfrutar de una luz propia en la pantalla o carecer de diccionarios integrados, aún quedan muchos pero se van rindiendo ante la evidencia a cuenta gotas.

Como consecuencia de este huracán en el que el libro deja de ser un objeto, y no tiene valor como tal, sino como contenido fácilmente portable y duplicable, serán aún más los duramente castigados si no se llega a una concienciación, a un marco legal y a un control acorde con la nueva época de la digitalocopia, o digicopia si lo prefieren. Me refiero al futuro de los escritores, de los traductores, de los diseñadores y de los tan apaleados fotógrafos y creadores de imágenes, a los que por cierto pocos han tenido muy en cuenta, como si su trabajo visual fuera automáticamente de todos porque sí. Estas actividades continuarán, sin duda, pero corren el riesgo de resentirse fuertemente como profesiones, lo cual alimenta fundados temores que van más allá del cambio de un ciclo.

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