15 de septiembre de 2014

Del realismo a la belleza

Hay características del cine de Theo Angelopoulos que llaman la atención desde el principio de su filmografía. El hieratismo de sus personajes, por ejemplo, estáticos ante la cámara como figuras petrificadas en el paisaje, moviéndose en toscas coreografías silenciosas, rompe con la verosimilitud y acerca sus películas a la extrañeza y el distanciamiento propios de una inspiración brechtiana, en el que a menudo adivinamos una idea o un sentido simbólico, capaz de alcanzar momentos de gran belleza, como la escena de los niños Voula y Alexander huyendo en medio de una población paralizada, absorta en la nevada, en Landscape in the Mist (1988). En este sentido su cine recorre el camino del realismo más puro, con esa imposibilidad de averiguar exactamente la verdad de un crimen en Reconstruction (1970), su primera película, a una belleza que pugna con la dureza de temas sociales como la inmigración, el exilio, las fronteras. 

Este cártel de la versión francesa de una de sus
 películas más destacadas muestra los planos
 en los que a menudo se mueven sus personajes. 
Pero el tema que vertebra o funciona como una misma trama secundaria en la mayoría de sus películas, condicionando la principal, es la historia política de Grecia en el último siglo. De las quejas que he oído sobre su cine, que despierta todo tipo de ambivalencias y sentimientos encontrados, ésta es una de las más comunes ya que se le achaca cierto reduccionismo a la experiencia griega. Aparte de que yo creo que es precisamente ese fondo histórico el que les permite dar un salto hacia lo universal, porque la historia de un país es como la historia de un hombre, puede repetirse con sus peculiaridades en cualquier otro lugar, este sentido histórico va unido al distanciamiento mencionado anteriormente como características de una visión artística muy concreta que hace suyos cierta filosofía de la izquierda, casi siempre con una mirada atrás crítica ante su fracaso o nostálgica con los ideales, como el poeta que observa al joven recién salido de una manifestación con una bandera roja en la maravillosa La eternidad y un día (1998), la película que junto a La mirada de Ulises me movió a ver toda su filmografía. Hasta su forma de filmar apoya esta visión del hombre, que no existe fuera de la historia, zarandeado por ella y las contingencias de su vida, que intenta buscar un espacio de supervivencia y dignidad.

Sus personajes, sobre todo en sus primeras películas, son siempre pequeños en medio de unos planos generales, largos hasta la extenuación, que hacen del hombre sólo una parte del todo. A veces usa con distintos fines un plano tan poco común como el circular. Su elección del zoom recuerda la preferencia de Eric Rohmer por este frente al travelling porque lo encontraba más similar al mecanismo del ojo humano, que adapta la mirada al punto que se aleja en el espacio. Es curioso que, dándole la razón a Rohmer, el uso del zoom, sin embargo, resulte a casi cualquier espectador menos natural que un travelling. Angelopoulos evolucionó en sus películas posteriores, abandonando algunos experimentos de su cámara, conservando y destilando otros, e introduciendo algunos nuevos, cada vez más sutiles, pero sin abandonar nunca una intención de hacer explícita la mirada de la cámara, sus límites y sus posibilidades, muy alejada de los primeros planos, incluso cuando tenía ante sí a actores como Bruno Ganz, Marcelo Mastroianni o Harvey Keitel, de quienes consiguió algunas de sus mejores actuaciones.

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