15 de julio de 2015

El correlativo objetivo

Con un afinado sentido crítico y un humor clarividente, T.S. Eliot escribe en su breve ensayo “Hamlet and His Problems" (The Sacred Wood, 1921) sobre la manera de expresar la emoción en el arte: Una serie de objetos, situaciones o cadenas de sucesos que el artista dispone para evocar una emoción concreta, a la que él llama el correlativo objetivo. Esta técnica resulta esencial para entender, por ejemplo, la emoción subyacente en los personajes principales de los dramas de Shakespeare. Gracias a la planificación de las escenas, las conversaciones desarrolladas y los sucesos acaecidos, el espectador se adelanta a la emoción del personaje principal o la deduce sin necesidad de que se haga explícita. En vez de expresar lo que el personaje principal siente o piensa en cada momento, las situaciones son como objetos exteriores presentados de tal manera que nos hacen interpretar cuáles son los cambios emocionales del personaje, caracterizándolo de paso por sus reacciones. Una vez entendido este fenómeno narrativo, por el que el espectador reconstruye la emoción del personaje en vez de recibirla dada, haciendo el mensaje más sutil y eficaz, lo encontraremos por todas partes en novelas, películas y series de televisión. 

T. S. Eliot comprendió esta técnica tan característica en la obra de Shakespeare a la vez que llegó a una conclusión sorprendente. Si el autor de la suspicacia de Othelo, el orgullo de Coriolanus, la ambición de Macbeth o el capricho de Marco Antonio había conseguido caracterizar con tanto éxito universal a sus personajes, Hamlet era su obra fracasada. Aplicando el correlativo objetivo Hamlet tendría escenas inconsistentes y motivaciones confusas. Esto se debería, según T. S. Eliot, a que existían al menos dos versiones anteriores, una muy probablemente de Thomas Kid, autor de The Spanish Tragedy, y otra posiblemente intermedia de donde vendría una traducción que fue representada en Alemania en la misma época que el Hamlet conocido por nosotros en Londres. Shakespeare habría trabajado al menos sobre un original anterior, puede que sobre varios, y habría hecho una adaptación con su genio, intentando desplazar la venganza como centro de la trama, tan típica en Thomas Kid, para centrarse en el efecto que tiene sobre un hijo el sentimiento de culpa de una madre, pero habría naufragado en el intento de reconvertir el material previo sobre el que trabajó, de ahí sus inconsistencias y la estratificación de varios autores que T. S. Eliot detecta en el diseño final.

Ésta habría sido pues una obra terrible de escribir para Shakespeare, incapaz de hacerla cuajar, en la que su presencia no está obviamente en la acción más o menos coherente, sino en el tono característico que le imprime. La incapacidad de Hamlet de objetivizar su emoción más profunda, según T. S. Eliot, sería comparable a la incapacidad del propio Shakespeare al intentar comunicar la emoción que pretende darle al personaje. Si el poeta isabelino explotó adrede esta emoción desbordante que no encuentra un cauce en donde explicarse, tan común en la adolescencia, o si fue causa de un intento frustrado, es según T. S. Eliot imposible de saber ya que tendríamos que conocer más de Shakespeare de lo que él mismo sabía. Hamlet sería en cualquier caso la Mona Lisa de la literatura, venerada y admirada, pero más por su tema que por su logro artístico. T. S. Eliot nos conduce con sabiduría libresca e inteligencia, lejos de teorías conspiratorias tan del gusto actual, hasta una idea desconcertante y atrevida que, de haberla pensado tímidamente alguna vez, quizá habríamos callado confusos. Aunque cabe preguntarse también para qué queremos obras perfectas si tenemos fracasos como Hamlet.

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