15 de diciembre de 2016

La guerra del fin del mundo

Nada más empezar a leer las primeras páginas sentí la alegría y la excitación de haber acertado al elegir una novela de Mario Vargas Llosa que, en su momento, cuando leía sus libros uno tras otro como si hubiera descubierto un nuevo mundo, había dejado pasar. No sé si fue el título, el azar o el hartazgo, pero han tenido que pasar años para recordar que no me había leído La guerra del fin del mundo, y decidirme a hacerlo. Por la cantidad de historias que van desplegándose, las perspectivas contadas y las referencias constantes a la realidad política, social y económica del Brasil de final del XIX, esta novela consigue atrapar en sus páginas un mundo entero para revivirlo ante nuestros ojos, o por lo menos darnos esa impresión, y a pesar de todo, por extraño que parezca, el narrador se concentra en unos hechos concretos. Muchas de las peripecias de sus personajes pudieran perfectamente presumir de ser autónomas, complejas e interesantes por sí mismas, pero están en función de una historia mayor que aspira a ser global y poliédrica. El perfecto entramado, en líneas paralelas y confluentes, de las distintas historias de sus personajes, la eficacia de sus cruces y la fuerza de cada una de ellas, consigue contrastes continuos e intensos, vivos y estimulantes, capaces de revelarnos la verdad o la mentira, el acierto o la ignorancia, tras las opiniones o posiciones de sus personajes, que de otra manera no hubiéramos sabido calibrar adecuadamente, dejando a la luz la continua ignorancia y dificultad de conocer la verdad en la que de costumbre vivimos desde nuestra limitada visión. 

Ilustración: Juan Fresán.
El narrador que nos cuenta esta historia, a partir de estas múltiples perspectivas que se entrecruzan, está pegado a sus personajes, los sigue como reptando por esos valles y secarrales de Canudos y nos involucra en sus hazañas y desatinos sin juzgarlos. Siempre narra en tercera persona, casi siempre en pasado aunque utiliza el emocionante presente para seguir a Rufino o al periodista miope durante parte de la narración, y cada capítulo se centra mayormente en un personaje. Esto no quita para que esta tercera persona, tan cercana a los personajes que se confunde con ellos sin emitir consideraciones que no sean las de sus propios protagonistas, realice continuos saltos minúsculos de perspectiva y se posicione eventualmente desde otros personajes menores. Muchos de los posibles juegos de un narrador en tercera persona, aparentemente sencillos frente a sus novelas anteriores, caben en esta narración caudalosa, ambiciosa en su reconstrucción y rica en adjetivos, en donde el estilo indirecto se mezcla con el directo en las conversaciones y en donde hasta el narrador queda impregnado, o impregna, el texto de características relacionadas con sus personajes, creando así una atmósfera que los define sin entrar en su psicología interna, como con la figura del Consejero, y en donde llega a confundirse con su tema y sus personajes incluso cuando da opiniones políticas. Así pasamos de uno a otro personaje, entramos y salimos de ellos, acercándonos y alejándonos constantemente, viéndolos desde tan cerca, casi confundidos con ellos, con un ritmo trepidante sostenido durante muchas páginas que se incrementa hacia el final. 

Algunos de los personajes resultan apasionantes a nuestra imaginación por su radicalismo, en cierto sentido son la materialización de unas ideas llevadas hasta sus últimas consecuencias lógicas, allá donde sólo se llega con un tesón propio del coraje o la locura. Otros lo son por su marginalidad, como los miembros del circo de variedades o los pobres más desarraigados o los ladrones más siniestros y violentos de la región. Todos quedan retratados, ni desde dentro ni desde fuera, sino desde ese posicionamiento que les cede la palabra, los sigue en la acción y muestra, de vez en cuando, algunos de sus pensamientos, muchos de ellos banales, pero que es capaz de hacerlos a todos comprensibles. A pesar de la variedad de sus personajes todos se vuelven relevantes, complejos, necesarios. Ninguno existe en vano y, esta es quizá una de las más excitantes sorpresas de la novela, todos son protagonistas, quizá con mayor relevancia del Barón de Cañabrava. Si al principio llevaban las riendas los más tozudos y radicales, irreconciliables entre ellos, al final son quienes menos claro lo tienen, quienes más dudan, entre otras causas por el mismo devenir de los acontecimientos, quienes dominarán la narración, pero todos tienen su momento de intensa vida en esta historia llena de brutalidad y violencia, de guerra y técnicas militares, de certezas y decepciones. Durante la lectura he tenido la sensación de que algunas ideas de esta novela abrieron la puerta a otros libros de Vargas Llosa para seguir escribiendo sobre ellas, como si al cristalizarse aquí quedaran como motivo de reflexión y desarrollo posterior.

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