15 de diciembre de 2017

¿Qué sienten los personajes de 2666?

He retomado recientemente la lectura de esta novela que había dejado a medias hace años, no recuerdo por qué, para encontrarme con una experiencia hipnótica y aterradora en la parte de los crímenes de mujeres, que es como un inmenso planeta alrededor del cual gravitan las otras partes sin perder su autonomía. Sin embargo, y aunque el peso moral de la obra es ineludible, a mí me ha llamado la atención un detalle que me había pasado anteriormente inadvertido y que quizá tenga un sentido propio en la trayectoria estética de Roberto Bolaño. No fue una impresión accidental, la lectura de otras de sus obras me había dejado, a posteriori, la sensación de extrañeza con respecto a las emociones de sus personajes, pero nunca me había fijado concienzudamente en este hecho. Mi sorpresa llegó cuando comprobé que desde donde yo había retomado la lectura no se mencionaban explícitamente los sentimientos de ningún personaje (sí se decían unos pocos de Pelletier y Espinoza en la primera parte). No hay rastros de vocabulario emocional en 2666, aunque las emociones están entre líneas, sugeridas, implícitas, esperando a ser entendidas y recreadas por el lector. 

Estas se deducen de las formas de actuar de sus personajes y de cómo el narrador proyecta discretamente la subjetividad de estos en el mundo objetivo que los rodea, la calma de un restaurante o la extrañeza de un paisaje en que hasta las moscas parecen pertenecer a otra especie. El resultado de esto es el suspense y la ambigüedad. Qué sienten realmente, y a veces qué se les pasa por la cabeza, es una construcción del lector sujeta a cambios según los hechos se van narrando y van mostrando falsas o verdaderas las hipótesis que nos vamos haciendo. A veces creemos que hay una emoción contenida en algún personaje a punto de estallar, pero luego el devenir de los hechos nos muestra su indiferencia. O, al contrario, otras veces nos sorprende la acción o la decisión de algún personaje que no veíamos venir, precisamente porque no conocíamos sus emociones, sino un mapa inferido de sus acciones y las circunstancias en las que se había visto envuelto. Esto convierte al narrador en un recopilador de hechos, una especie de periodista como su inolvidable personaje Fate, de frases breves e informativas. 

Ilustración: Photonica
Con esta limitación autoimpuesta, no nombrar los sentimientos de los personajes, Roberto Bolaño hace un esfuerzo por comunicarnos las emociones a través de los actos y las descripciones, también de los sueños y los pensamientos. Es como si quisiera decirnos que usar un adjetivo de la paleta emocional es un ejercicio demasiado fácil y manido en comparación con hacérnoslo notar indirectamente, o como si tuviera dudas sobre la individualidad distintiva de las emociones humanas, que podrían ser un resultado calcado en circunstancias iguales. En cualquier caso resulta curioso y estimulante que en una época que incide en la importancia del vocabulario emocional Bolaño haya tomado una decisión narrativa aparentemente opuesta. Se enfoca pues en lo que los actos y gestos revelan de cada uno, y más sutilmente en la descripción de los ambientes como proyección del estado emocional, es decir, rehuye el patetismo, como expresión del mundo interior de los personajes, para insuflar vida a lo visible y palpable. 

Por ejemplo, cuando Erika no encuentra a su compañera recién desaparecida no hay ningún momento en el que diga qué siente, pero su angustia y su miedo se reflejan diciéndonos que se encerró en el coche, tocó el claxon y se puso a fumar hasta que ya no aguantó más y tuvo que bajar las ventanillas. Cuando nos la vuelve a mostrar encerrada en el coche fumando no necesitamos más para saber que, tras las horas transcurridas y las diligencias realizadas, ella sigue de los nervios. Los actos quedan así teñidos de emoción. Cuando Juan de Dios Martínez se acuerda de una de las víctimas no encontramos ninguna emoción nombrada, ni siquiera aludida mediante símiles o metáforas, sino la descripción sobria y precisa del paisaje triste y gris desde su ventana, al que se acerca cada vez que piensa en la víctima. Identificamos enseguida sus actos y gestos con la repugnancia ante la crueldad y la impotencia para resolver el crimen. Estas son emociones fuertes, que difícilmente encontrarían adjetivos más eficaces que su silencio, pero esta técnica se aplica también a cualquier otra emoción menor en la novela. 

El soterramiento de lo emocional a un limbo implícito, que recreamos fácilmente como lectores, hasta el punto de no percatarnos de la ausencia de adjetivos que describen emociones si no nos fijamos, tiene entre otras la consecuencia de profundizar en una atmósfera de misterio y una intriga sobre los derroteros de la acción que se hermana con la parte detectivesca, de tal forma que la ausencia de emociones nombradas explícitamente se alía al escamoteo de información que va creando el suspense y que a veces sólo encuentra solución en otro suspense. Junto a las emociones también substrae las intenciones de muchos de los personajes. No se nos dice qué pretende Harry Magaña en la ciudad aunque pronto lo deducimos, como tampoco se nos habían mostrado los sentimientos de Norton, y por eso nos sorprende el final de la primera parte. Esa ausencia de lo emocional y la intención, ese narrar en la superficie de los actos y las situaciones, y algún que otro pensamiento suelto, se convierte en un terreno abonado con trampas y sorpresas continuas.

Me imagino a Roberto Bolaño haciendo el esfuerzo de objetivar las emociones de sus personajes sin mencionarlas, buscando el acto y el gesto adecuado, las palabras para describir el ambiente en una frase suelta pero esencial. Su opción, que encuentra apoyo en el narrador en tercera persona, no está exenta de riesgos. Hay páginas en las que se nos narran acciones de los personajes unas tras otras sin aparente trascendencia ni implicaciones emocionales, pero entonces percibimos cómo sus recursos se multiplican: la ironía casi diluida por el pudor, el humor en los detalles más inesperados, el contraste de la más anodina rutina con el horror, la multitud portentosa y mastodóntica de personajes e historias. Subyace la preocupación constante por generar misterio y por mantener al lector sin caer en los clichés de la escritura de género a la vez que utiliza sus temas desde un enfoque renovado, casi paródico, dándoles una vuelta magistral, con todos esos crímenes sin resolver o tantas expectativas propuestas y frustradas constantemente.

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