15 de enero de 2018

Una distopía en la sociedad del espectáculo

Si con 2001: Una Odisea del espacio se inauguró una estética del futuro aséptica y luminosa, asociada a la conquista del conocimiento y la razón, catorce años después apareció con Blade Runner su opuesto, oscuro y decadente, lluvioso y superpoblado, sometido a los instintos brutales y las emociones desbordadas. Estas dos estéticas han dominado durante décadas hasta el punto de que las ficciones futuristas rara vez se zafan de estas representaciones antagónicas que nos resultan tan familiares de tanto haberlas poblado. El futuro en las ficciones nos es reconocible, estamos acostumbrados a él, nos lo sabemos. Sin embargo, en los últimos años ha florecido una serie de obras que apuntan a un futuro distinto capaz de ofrecernos una alternativa a la dicotomía dominante. Aparecen casi al unísono en películas, novelas o series de televisión, que beben unas de otras con una rapidez vertiginosa, haciendo verdaderamente difícil la trazabilidad de los elementos más originales y novedosos. Hablo de unas fantasías distópicas tan cercanas al presente que a veces nos hacen dudar de su emplazamiento en el futuro, con el frecuente desconcierto debido a los evidentes guiños estéticos al pasado. En muchos casos tienen una relación inmediata con el presente, un “qué pasaría si”, por muy alocados que nos parezcan sus presupuestos. Son obras como Langosta de Yorgos Lanthimos, los relatos de la serie Black Mirror o El congreso de Ari Folman, entre otras muchas, que nos interpelan directamente al presente aunque estén supuestamente recreadas en un futuro. Siempre existió este fenómeno que entrelaza la ciencia ficción y las distopías, la proyección en el futuro de las inquietudes del presente, pero en las últimas ese futuro se diluye tanto en el presente que el acento recae invariablemente en la propuesta de la hipótesis distópica. 

La novela de Amélie Nothomb, Ácido sulfúrico, del 2005, breve e incisiva como nos tiene acostumbrados, comparte estas características. Su futuro es más intuido que comprobado en la narración, del que nada se nos dice, pero que podría ser nuestro presente. La única indicación es ese salto cualitativo dado en los medios de comunicación que se refleja en la primera frase: “Llegó el momento en que el sufrimiento de los demás ya nos les bastó: tuvieron que convertirlo en espectáculo.” Se trata de un programa de televisión en que los protagonistas han sido raptados al azar entre la población para ser víctimas de un campo de concentración lleno de cámaras que graban y retransmiten las vejaciones y miserias a las que son sometidos por unos kapos que, además, eligen a un par de ellos cada día para matarlos: una versión macabra de The Truman Show. Nothomb no esconde el paralelo con un campo nazi, se menciona una anécdota del escritor Romain Gary durante su cautiverio y descubrimos que el nombre de uno de los personajes es Pietro Livi, un eco evidente de otro escritor conocido por sufrir también los campos de concentración, Primo Levi. La diferencia radica en las cámaras, que vigilan a los presos obligados a realizar trabajos forzados, cuya única esperanza es retrasar la condena a la que todos, tarde o temprano, están destinados. La mirada externa de la cámara se contrapone a la interna del personaje femenino, Pannonique, hasta el punto de que se transforma en una dialéctica entre ambas, en la que la mirada exterior debilita la mirada interior ya que, nos explica con agudeza psicológica, la constante vigilancia ajena cambia la percepción de uno mismo, y no nos permite crear una fantasía honorable, o al menos digna, de nosotros mismos con la que enfrentarnos a la miseria. El reducto de la privacidad, fuente necesaria de energía para recuperarnos, queda así destruido. El observado no es sino una víctima, nunca un luchador. 

Pannonique no culpa a los kapos, lo son sólo de una manera subalterna. Tampoco pone el fondo de la culpa en los organizadores, cínicos que sólo se mueven por el interés de aumentar sus cuotas de audiencia, ni por los políticos que, al fin y al cabo, son la emanación de los ciudadanos. Ella responsabiliza a los espectadores, quienes pueden elegir otro canal, no tienen por qué ver el programa, ni siquiera tienen por qué ver la tele. No importa si son pasivos y necesitan una distracción de sus duras jornadas laborales, la culpa recae sobre ellos. Aquí la obra no cabe sino interpretarse desde el punto de vista de la sociedad del espectáculo, partiendo claramente de los programas en los que se graba la vida e intimidades de sus concursantes encerrados, y no tanto desde esta siniestra fantasía que sin duda sería prohibida y duramente castigada por cualquier sociedad moderna a poco que defendiera ciertos valores básicos. El acento en la culpabilidad de los televidentes es una llamada rotunda de atención a la responsabilidad individual si queremos seguir manteniendo una sociedad de seres libres, dignos y con derechos inalienables. Amélie Nothomb pone en su heroína una opción valiente. En esta sociedad del espectáculo reprochamos mucho y fácilmente a los políticos, autoridades e intermediarios pero difícilmente a nosotros mismos por nuestra parte de responsabilidad. La crítica al espectador por alimentar lo que se emite en los medios es un tabú contemporáneo que se enfrenta a la libertad de ver lo que queramos y a la sacralidad de las preferencias mayoritarias. Además, Nothomb subraya una paradoja moderna, cuanto más se insulta al programa, cuanto más claman las víctimas que pare, cuanto más detractores tiene y mayor polémica suscita, mayor es la audiencia, la curiosidad por su desenlace, y el triunfo de los organizadores. 

Amélie Nothomb ha conseguido, sin duda, pinchar en algunos de los fenómenos de la sociedad del espectáculo y deformarlos para devolvernos una imagen horrenda de lo que podemos convertirnos, de los peligros que nos acechan y de la insensibilidad, o falsa sensibilidad, de quienes participan de contenidos degradantes con las excusas más peregrinas. El público sigue este programa entusiasmado mientras, se nos comenta como de pasada, apenas ha votado en las últimas elecciones europeas. La contraposición entre el éxito del programa frente a la derrota de unas instituciones en donde se dirimen las decisiones transcendentales para nuestra vida pública, la legislación de la que emana la de los Estados miembros, es un reflejo certero de nuestras debilidades como ciudadanos que Amélie Nothomb no intenta ocultarnos agradándonos con alabanzas sobre la igualdad de las opiniones o lo democrático de nuestras zafiedades, sino que nos planta frente a una situación brutal a la que presuntamente la audiencia ha ido acostumbrándose y cuyas dosis de morbo necesita aumentar para seguir captando espectadores, incluso a quienes están en contra del espectáculo. La novela trasciende la ácida parodia de ciertos programas de televisión, resulta un aviso de hasta qué punto la sociedad del espectáculo puede acabar con nosotros al convertir a los seres humanos en objetos de miradas ajenas y constantes, de un mundo de cámaras que nos rodean sin piedad y espían nuestras vidas. Hay, no obstante, un halo de optimismo. En las situaciones más adversas surgen las tensiones y los desgarramientos más dolorosos, incluso entre las víctimas, pero también las relaciones más redentoras y honorables. El heroísmo, salvar a los demás a cambio de nada, es posible.

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